Con los años, los sensiblones como yo aprendemos a ajustarnos la máscara antes de lavarnos la cara.
Las legañas apegotadas, la boca pastosa, el andar vacilante... antes de encender la luz del baño y que unos ojos humanos, aunque sean los nuestros, nos vean por primera vez nos sacudimos la pereza y miramos en la enorme maleta pensando: cuál es la que me pondré hoy? Yo tengo un par (de cabreada/pasota y cabreada/cínica) que últimamente luzco a menudo. Tengo otra de hoy paso de todo pero de buen rollito que me da excelentes resultados.
Pero hay días, hay días como hoy, que la puta máscara se empeña en moverse y de golpe me encuentro con la sonrisa de "no pasa nada" congelada en el rostro, y luego se convierte en "dejame en paz, capulla" y cambia rápidamente a una de "tienes la sensibilidad en el culo, junto a la mierda, no te atrevas a hablarme, imbécil" y los ojos se me empañan... y creo que voy a fundirme cuando escucho una vocecilla preguntarme: "¿Por qué tienes esa cara tan triste, mami?"; porque se me ha caído del todo y presiento que voy a perder el control.
Porque yo cuando veo a un compañero de curro hecho polvo me duele. Cuando veo a mi marido ausente me duele. Cuando un amigo lo pasa mal me duele. Cuando un cliente me cuenta sus problemas me duele. Cuando veo alguien llorando en la calle me duele. Cuando veo a un perfecto desconocido doliéndose me duele. Y cuando veo que uno de mis hijos se duele algo dentro de mi se rompe y siento que muero un poco.
No estoy hablando de dolores físicos, de esos dolores en los que hay algo acertado e inmediato que hacer (dar un calmante, curar una herida, acudir al médico o correr al hospital); hablo de esos dolores que habla mi querida Mafalda en una de sus tiras, tirita en mano preguntándose cómo se la puede poner en el alma...
Hace años que observo a mis hijos con una lupa gigante, descubriendo en ellos los rastros de ésta, mi exquisita sensibilidad. Sintiéndome orgullosa en secreto porque allá, muy en el fondo, creo que ser así es bueno, que duele mucho, pero también se goza mucho.
Hace años que a menudo me instalo en el gran baile de las máscaras, que nadie me vea temblar, escondiendome siempre, pensando en el absurdo infinito de no poder mostrar cuántas cosas me duelen y cuántas me colman de felicidad, todas esas pequeñas y absurdas cosas, intentando tapar el sol con un dedo; pero hoy...
Hoy maldigo mi herencia. Maldigo mis ojos que lloran, mis manos que tiemblan, mi voz que se ahoga, mi alma que duele. Maldigo todo lo que, sin querer, he transmitido.
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