Cuando mi hermano murió me dejó en herencia una trenca azul marino vieja de puños destrozados que aún me pongo de vez en cuando, dos millones de recuerdos felices, la seguridad que nadie nunca sabría hacerme sentir tan querida, una sobrina desconocida a la que no quise ni supe querer, una madre que ya entonces y según sus propias palabras vivía en los mundos de yuppi, la tarea “muymuylejana” de vaciar en soledad lo que fue nuestro hogar, las cuatro paredes llenas de historia y memoria y, para completar el legado, una pena honda que ya acepté tras horas de psicólogo que siempre me acompañaría.
Durante estos años he fantaseado mucho con ese momento en el que tocaría vaciar mi casa, consciente que jamás volvería a habitarla. Esa casa siempre estuvo llena de muertos, desde que llegamos a vivir en ella al poco de fallecer mi abuela. Mi madre con el germen del síndrome de Diógenes ya latiendo en su interior jamás tiró nada. Hay un armario lleno de ropa de la abuela, y del abuelo que murió años más tarde, y por supuesto la de mi padre que murió justo un año después que la abuela. Toda la ropa que mi hermano descartó cuando se mudó de casa, sus apuntes y libros de la carrera, los míos, sus juguetes, mis muñecos, el viejo despacho de mi padre, muebles y ropas de vecinas que murieron y cuyos herederos cedieron gustosos, recuerdos de bodas, bautizos, comuniones y funerales asistiera a ellos o no, objetos de procedencia desconocida que harían las delicias de cualquier película casposa de la España más profunda y por fin la estrella total: Papeles de propaganda de los últimos 10 años, de servilletas, de sobres, cartas bancarias y revistas de cuando murió Lady Di , bolsas de plástico para dar servicio a una mañana de sábado de Carrefour y trapos para construir varios juegos de cama.
Durante mis visitas me horrorizaba la acumulación de trastos en la casa, pero cuando me gané la tercera o cuarta bronca por tirar lo que yo considero basura y ella objetos de primera necesidad dejé de intentar poner orden en el caos y, lo reconozco, cerré los ojos con fuerza intentando no ver el desastre que se avecinaba.
Ahora ha llegado ese momento, el desastre quiero decir.
Después de la cuarta caída (con todos dentro de casa) se ganó una rotura de húmero que nos hizo retroceder todo lo duramente ganado y más. Tras recogerla del suelo un par de noches más miré de frente lo que había y tomé una decisión que, en algún momento de un futuro que ansío cercano pasa por vaciar la casa. Curiosamente en esta carrera de obstáculos que se ha convertido mi vida (como en una muñeca rusa cualquier paso requiere a su vez de una u otra gestión previa todas ellas aderezadas con médicos, llamadas a emergencias y, cuando me dejan, mi trabajo y las tareas propias de mi sexo y condición) yo mantengo mi vista en ese punto de la carrera. Vaciar su casa, que también fue la mía.
Está claro que ya no podré ir con calma a rebuscar tesoros separando el trigo de la paja. Ni con calma ni de cualquier otra manera ya que no es que ella no “falte”, ese eufemismo tan delicado para ocultar la palabra muerte, sino que está viva, dando guerra y manteniéndome atada a la pata de su cama. Tampoco podré sacar todo lo que me ha hecho odiar lo que un día fue mi hogar encendiendo una pira enorme en mitad de la calle frente a la puerta. De hecho he pensado que lo mejor es encargar las cuatro cosas que recuerdo, sé que quieroy puedo localizar fácilmente y hacerme a la idea que perdí el resto en un incendio...
Así arderán todos los tesoros que soñé. Restos perdidos en cajones de mi infancia, esa pluma amarilla que mi hermano descuidó y que hoy usaría con gusto, la letra de mi padre sobre papeles amarillos, el bastón de mi abuelo, la medalla del colegio de mi hermano y tantas otras cosas que arderán junto a objetos como una funda de ganchillo para las velas (¿?) y una colección de muñecas mohosas que mi madre quiso recoger para su nieta y yo puse en una bolsa de basura que mi madre nunca tiró.
Respiro lentamente, me digo que sólo son cosas y repito como un mantra: sobreviviré
4 comentarios:
Eso está bien, también. El efecto purificador del fuego.
Niña, no hay mal que cien años dure.
Te dejo banda sonora.
http://www.youtube.com/watch?v=w_KFr-Lnxsk
Entiendo perfectamente este sentir. La situación que describes me es cercana.De nada nos sirve tener paciencia, porque el estado de ánimo y los nervios nos pueden a la primera de cambio.Sobrellevarlo lo mejor que se pueda.Y dejate un tiempo y un espacio para ti, por pequeño que sea.
Recibe un saludo.
¡Qué dificil se hace ver a los que quieres y no reconocerlos!, qué duras son ciertas situaciones, qué grande me pareces, por tu sinceridad, tu templanza. Los recuerdos más importantes están en tí, aunque esa pluma amarilla te vendría bien para escribirlos.
Lou
REtiro lo dicho. NO purifica. Lo pone todo asqueroso. Hasta el alma. r
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